Textos – Textos

Textos – Texts

La disección analítica del cuerpo me permite realizar esta obra y detenerme en este caso  en las manos, en la piel, y también en aquello que está detrás, la masa muscular, como una unidad conceptual, una investigación de las estructuras físicas que sostienen la superficie visible o la apariencia de la persona pero sin referentes mas que su propio cuerpo.  Lo único que esta al descubierto son las manos como punto de reflexión de perturbación y extrañamiento al ojo,  por el tamaño por  la exageración de sus formas.

  “No reconstruyen una nueva imagen llena del cuerpo, sino que lo vierten a la inestabilidad de su forma. Lo asoman a su propia ausencia.”

SOLANS, Ibid., p. 293.

Work: Mujeres con Vestido


Observatorio 3x1
para Antonia Cruz

Nada más delicadas
que estas las llamo
Magminíficas
señales de vida en la tierra
surgidas de un cuerpo real
de un sustantivo bellísimo
cuyas partituras ondulatorias
son reunidas y anudadas
por el conservatorio del tiempo
El tiempo anda sin reloj
Lo demás son palabras.

Diego Maquieira


Desde sus inicios, la fotografía ha sido una manera fidedigna de retratar al hombre y sus circunstancias al servicio de la verosimilitud, pero se ha transformado también en tema y objeto en sí mismo, interviniendo incluso el mismo negativo. El trabajo de Antonia Cruz utiliza la fotografía y trabaja con la esencia del retrato, pero de una manera esquiva y sutil. Hay aquí una preocupación constante por la técnica fotográfica, a partir de una síntesis de elementos, donde el trabajo con la luz toma un papel preponderante, que expone e identifica -incluso microscópicamente-, la esencia de su objeto. 

El cabello, en este caso, es descompuesto y fragmentado, sometido al máximo escrutinio para desentrañar lo que ahí ha quedado en estado residual, aquello con lo que convivimos, pero que nos resulta inaprehensible. El pelo como tema no es únicamente el eje de esta obra, sino que –metonímicamente- el elemento esencial que nos permite acceder a todo aquello expuesto tácitamente.  La identidad condensada allí es lo que recorre la obra, lo que nos interpela y nos da la posibilidad de ver un retrato anónimo de un momento en la historia. No hay un rostro, no hay siquiera pose, sino que -en su ausencia- nos presenta un bucle; en el máximo gesto del amor romántico, expone un mechón de pelo de quien ya no está ahí. El pelo nos da la posibilidad de obtener físicamente una presencia separada de su dueño, sin por eso infligirle daño alguno, esa cualidad fascinante que posibilita ensayo y error, permanencia y obsolescencia, simultáneamente.

La maleabilidad de este sustrato, elegida deliberadamente por la artista, nos permite habitar coincidentemente esa sensación de seducción y docilidad que la materia nos evoca, pero al mismo tiempo, esa aversión al cabello que no tiene dueño, que se ha convertido en un desecho, en el abandono de su poseedor. Y es aquí donde el trabajo de Antonia Cruz se vuelve revelador; pese a esa separación, cada obra se vuelve una añoranza, un retrato nostálgico, una memoria tenaz de aquello que representa.

Se revela aquí el objeto mismo como estampa de una identidad desconocida; una identidad que es memoria colectiva, conservación de una reliquia que se vuelve productiva no solo como presencia sino como ritmo. En aquella insistencia por el material, Antonia Cruz, lleva la presencia del pelo hasta su abstracción; cada mechón cuidadosamente seleccionado y atentamente dispuesto se entrelaza con el siguiente, elaborando un tejido que fluye en el gesto de la artista, en su reiteración, creando patrones que nos distancian de la sustancia hasta convertirlos en tema y soporte al mismo tiempo. Esta trama se expande y en su fragmentariedad contiene –casi como las ruinas de una ciudad- vestigios de aquellos retratos que se nos han negado.  Pero es el recuerdo el que permanece; el cabello es aquí distintivo, como conceptualización de todo el pasado que evoca.

Conservatorio del tiempo recorre dos niveles; por una parte, el acercamiento naturalista hacia la observación acuciosa y el registro del material; y por otra, la contención en un fragmento  de  la monumentalidad de la memoria. Como si en estos cabellos se encontrara el relato de todos sus protagonistas anónimos, como si ellos custodiaran su historia y se resistieran a la amnesia. Nos enfrentamos a esa obstinación y al deseo ineludible de querer tocarlos, o como dice Baudelaire, de agitarlos con la mano como pañuelo aromoso, para sacudir unos recuerdos al aire.

Constanza Robles S.


Es difícil -si no imposible- sustraer todo aquello que de la tradición subyace en el arte contemporáneo, sobre todo porque ya no es solo la cita la que interviene la obra, sino la misma obra la que es intervenida para crear un nuevo cuerpo. La obra de Antonia Cruz se hace cargo de esta imposibilidad, y, por medio del montaje fotográfico reelabora un imaginario canónico tomando obras del arte chileno decimonónico, para fragmentarlas, resquebrajarlas y disolverlas, por medio de un proceso investido por la tecnología hasta fundirlas con otro cuerpo cadavérico o sintético como el maniquí, para lograr un efecto de contraste que busca una sutil consonancia. En su obra, no hay un deseo de acceder a aquella unidad armónica, el todo se entiende en sus partes, como una suerte de disposición de elementos superpuestos en permanente descalce, el significado emana de aquella dislocación, una leve distorsión que resemantiza los cuerpos citados.

Se produce una suerte de extrañamiento que, a la vez, afecta la percepción, juega con una suerte de engaño al ojo, que por medio del montaje es capaz de crear una distancia de aquel rostro que nos es cotidiano, sin alejarnos completamente de él. Nos sitúa en un espacio que enfrenta la certeza de la fotografía como captación certera del mundo y la incertidumbre de un montaje que bordea la caracterización de lo humano, roza caracteres monstruosos, produciendo una discordancia en el aparato perceptual en tanto el espectador se ve enfrentado a un retrato que no es más que fragmentos de un otro irreconstruible, una alteridad con tintes siniestros que nos inquieta en su pasividad onírica.

De esta manera, el cuerpo se vuelve soporte de la discontinuidad, de la mutación que se enfrenta, por una parte, a una tradición de la historia de la pintura chilena, y por otra, a la presencia de la muerte como camino inevitable, un estado cadavérico, la obsolescencia del cuerpo traspasada por una historia remota. El canon de la historia fundante de Chile se plasma como primer fundamento de este cuerpo enmendado que transita entre la vida y la muerte. La combinación de imágenes construye un nuevo sujeto, la adición fragmentaria deviene una representación simbólica de un cuerpo a su vez, ya representado, ya sea en la pintura o en la fotografía. El juego entre lo que se oculta y lo que se revela se convierte en una dualidad casi transparente en el ejercicio en que la fotografía deja de ser referencial para transformarse en una masa corporal en sí misma, carne fresca, fundada en contrastes violentos que conviven simultáneamente en aquel fondo negro que no admite desviaciones, la imagen como rostro ineludible de una historia latente.

Antonia Cruz nos enfrenta a la transgresión, al límite entre el desagrado y la pulcritud, naturaleza y técnica deforman y conforman el cuerpo hasta que éste pierde su individualidad, se trasviste y sobreviste en el gesto del montaje fotográfico, como multiplicidad de superficies, transparencias y opacidades. La artista mira críticamente las convenciones de la historia del arte, ve la historia como cuerpo inerte resquebrajado e invadido por el tiempo, la historia como cuerpo en el que se imprimen fragmentos de rostros olvidados. 

Constanza Robles S.


La mirada tras el azogue 

La ficción de los espejos es tan seductora como las imposturas del retrato, demandando un temple acendrado para atravesar sus capas veleidosas y salir del trance con la virtud intacta. Nadie debe dudar que el retrato es una construcción del retratista, desde el de un mamut impregnado en el muro de una caverna hasta la serie de Isabel II tomada por Annie Leibowitz y pasando, insoslayablemente, por el retrato de Dorian Grey. Más aún, el artificio del retrato no es sino el intento del autor por conjurar los deseos inconfesables que lo acosan, interponiéndoles rostros cuyo mérito artístico radica en su capacidad de absorberlos cual impostores impertérritos, acudiendo convenientemente al amplio espectro de matices gestuales que van de la soltura al pánico, de la culpa a la inocencia. 

Indisolublemente asociado al retrato está el espejo, fuente de estímulo de las vanidades que sucumben en la urgencia por ser retratado y que convierten al sujeto en víctima propicia del retratista, tanto como el horror puede convertir a éste en su consecutor. Así como nadie mira inocentemente, tampoco nadie se mira sin cargar la observación de atributos sesgados por su condición y circunstancia, buscando congelar en una imagen cuidadosamente estudiada la fracción que mejor disimule el iceberg que arrastra sumergido en los espesos fluidos de su identidad. La ventaja insuperable del artista es que puede plasmar los deterrentes de sus propios espectros en la imagen del prójimo, de tal modo que ambos, retratado y retratista, se buscan ansiosamente aunque conservando la cautela y discreción que determina tamaña dependencia, cuya evidencia resultaría mutuamente degradante. Mientras tanto el espejo, aguardando allí donde siempre es posible encontrarlo, sonríe la momentánea ausencia de sus reflejados, cierto de los eventos que ha desencadenado. 

Una particular excepción a estas especulaciones podría ser el autorretrato, y en parte lo es, adscribiendo a los mismos menesteres un aura de transparencia e incluso, por qué no, de honestidad al proceso de sublimación de las opacidades propias en irradiaciones ajenas. Pero si bien los 39 ó 40 autorretratos de Van Gogh o el de Velásquez en Las Meninas transfiguran a sus autores en las víctimas de su propio devenir, sea por la incapacidad del primero de concretar una sola imagen ­suya, o la del segundo de distinguirse de la docena de involucrados –pero incluido– en su enorme pintura, no se diferencian del retratista de otro en hacer de la imagen reproducida el diligente fantasma de sí mismo. No obstante, es desde el autorretrato donde podemos pesquisar su asociación tan indisoluble como ficticia con el espejo: en una experiencia reciente, se organizó un taller en que un grupo de ciegos de nacimiento fueron invitados a realizar en greda sus respectivos autorretratos, incorporando al grupo algunos videntes que harían lo mismo, pero compartiendo una sala totalmente a oscuras para emular la situación de los primeros. Grabado con una cámara infrarroja, el ejercicio mostraba un conjunto de bustos en proceso orientados hacia sus autores –los videntes–, en tanto los de los ciegos estaban orientados hacia el frente, constatando así su desconocimiento del engaño del espejo y su reflejo. 

¿Qué es lo que vemos cuando nos vemos en el otro o en nosotros mismos? ¿Qué es lo que ve Antonia Cruz cuando construye sus retratos a partir de la meticulosa superposición de imágenes preexistentes, sean encontradas o registradas por ella misma en sus afanes? Lo subyugante de la fascinación y la repulsión simultáneas que nos produce su obra deriva en lo esencial de los antecedentes arriba consignados, pero la distinción preeminente de su trabajo está en que ella sabe despegar capa por capa las innumerables instancias que nos hemos habituado a suponer implícitas en un retrato para, justamente, evitarnos tener que asumirlas. Nos desglosa de este modo aquel horror a la vida, a nuestras propias vidas, que creemos soslayado al conformar la imagen de otro –de otra, en su caso–, donde dicho horror podía permanecer sumido en la morfología o el gesto del retratado y permitirnos continuar nuestros recorridos sin vernos confrontados a través de éste. 

Antonia Cruz pesquisa en sus rostros históricos, que son ciertos, porque vienen del pasado; en sus maniquíes, que no son ciertos ni lo fueron nunca, porque no tienen tiempo; y en los cadáveres que fotografía, que están a medio camino de la certidumbre, porque acaban de dejar de ser vivencia para trasladarse a la memoria (por más anónimos que sean), las improntas de la representación como testimonio tangible de lo que no quiere ser representado. Los sucesivos layers de sus imágenes deshojan la cebolla interminable del subconsciente y recomponen con las láminas elegidas un constructo que resulta ineludible para la percepción consciente, la que ya no alcanza a huir hacia el retrato para refugiarse detrás del espejo que le dio origen, pues queda atrapada a mitad de camino, como las moléculas de un cuerpo alineadas para atravesar un muro que de pronto se reordenan y terminan incrustándolo en él. Como el cuerpo mismo de un cataléptico en su ataúd. Cual catalizadores indeseados del sincronismo de la vida y la muerte, del presente y el futuro –que no es sino la retaguardia del pasado­–, los retratos de Antonia Cruz subvierten el acomodo en la imagen de nuestra cultura occidental, desplegando sus componentes velados para manifestarnos que ninguna ilustra lo que subyace en ellas sino lo que pretendemos ser mediante ellas. En una simple operación descompositiva efectuada por medio de una compleja composición de recursos esencialmente intuitivos, ya que la razón es demasiado hábil como para entregarnos pautas que la inhabiliten, la artista desarrolla un discurso visual que no sólo incide en la manifestación de la identidad individual, sino que inscribe en el proceso a la identidad de género y, más ampliamente, a la identidad histórica –la de aquí, la de nuestra historia–, y la del arte en general. Más allá de los encantos de la ficción de la representación, que no obstante aplica y disfruta en función de su metáfora, Antonia Cruz se remonta virtualmente hasta la oscuridad primigenia, hasta la mirada del ciego, para desde allí esperar el instante en que se haga la luz, sentada detrás del azogue. 

Mario Fonseca 


BELLEZA ETERNA
Cuando le quebraron el pecho, el esófago estaba tan agujereado.
Por fin, en una pérgola bajo el diafragma
hallaron un nido de pequeñas ratas.
Una hermanita yacía muerta.
Las otras se alimentaban del hígado y del riñón,
bebían la sangre fría y pasaron aquí una hermosa juventud.
Gottfried Benn

Desde la imagen que logra entumecer, se revitaliza y a la vez se mortifica la medula pictórica, las capas oleosas donde la teoría unge la practica en el redil histórico. Estos retratos inertes desarticulan las partes lógicas y distales del sacrificio plástico, la obra provee de belleza a algo que se pervierte en una penumbra estética desprendida de su propia candidez, bajo la norma de una referencia borrascosa a lo doblemente eterno, sitiando desde la manipulación forense los sistemas y membranas que superpuestos ocultan perpetuidades, claramente dentro de la presencia barroca del oscuro temor. 

Asociaciones performaticas que aluden no solo a una reimplantación cosmética del otro, del que ya no existe, sino de la propia insinuación erotizada que expele la imagen, el cuerpo de la imagen que sobrepasa su ejecución, su sistemática productiva para construir desde el residuo genético de la historia del arte un tercer cuerpo, invalido de emociones pero capturado en planos de contemplación silenciosos, profundos en el claroscuro que permite recobrar certeros placebos, mórbidas elucubraciones de su factura, extrañas dicotomías que interpelan la fijación de lo finito en la posible veracidad que eso existe o podría llegar a estar vivo, mas allá del horror que desplaza la mediatización clínica de los procesos configurada por colgajos vectoriales que la artista desprende y repone sin dejar huellas de su propio asombro, en una proyección de su piel envestida de materia virtual, versus su pasión y muerte como recurso de una dislocación subjetiva amparada en pedazos, metáforas e insinuaciones fisiognómicas que nos instalan en una avanzada modernidad sin lugar.

Este gesto de recuperación hace de la institución una tumba o un pabellón terminal, fragilizando toda posibilidad de creer en su acontecimiento final.

Contemplamos mórbidamente sus ojos cerrados.

Victor Hugo Bravo 


Si la fotografía supone una lucha contra la fragilidad de la memoria, contra la distancia del recuerdo, se podría decir que en la obra de Antonia Cruz siempre hay un paso más allá del simple referente fotográfico, hay una forma de complicidad e intimidad secreta, casi fantasmatica  en los paisajes que se desarrollan bajo su mirada. Nuestra memoria esta en pedazos por eso nuestra tarea pareciera ser armarla. 

Siempre en sus montajes hay algún punto extraño, algo que nos perturba, y al mismo tiempo nos cuestiona como observadores. Mujeres enfrentadas a un paisaje sin referentes más que sus propios cuerpos, ¿será nuestro cuerpo la única forma de entender el mundo, de leer las paginas de una historia la cual ha sido arrebatada de su propio concepto ? 

Lo interesante es que en sus fotografias nuestro deseo no pueda encontrar un lugar donde asirse, que el refugio de la mirada contemplativa alla sido sustraída, que no haya donde descansar, de gozar la detención espacial de los referentes. Los paisajes tan familiares pero al mismo tiempo tan desconocidos de Antonia se han impuesto como un extremo visual, no en lo que no podamos fijar sino en el aquí mismo, su obra podría radicar en que nada es definitivo y permite al deseo ir y venir sin casa, porque lo que llamamos inocentemente casa, hogar, refugio, no es más que otra ilusión para protegernos un segundo de la intemperie, una casa para la tormenta. En el movimiento de la mirada nos damos cuenta que nada nos pertenece ni siquiera lo que vemos, las imágenes siempre nos sobrecogerán como una revelación “todo esta ahí” pero al mismo tiempo todo es horizonte y línea de fuga.

Victor Lopez


"Miró, se fue y volvió"

Paule Thevenin siempre decía que para Artaud la experiencia de observar era una forma de escritura; en sus últimos años podía estar horas frente a su ventana mirando la calle, inclusive dormitando y cuando alguien le preguntaba que era lo que había estado haciendo, él respondía escribiendo. Para Artaud la experiencia misma de la mirada no era solamente un ejercicio estético sino que era una especie de construcción, un texto que debía ser escrito.Mirar al igual que escribir es exponer, cortar, ordenar, intentar desde la disolución a la que cada una de las imágenes se ve expuesta generar la armonía. Mirar siempre será un arrebato, una movilidad, un llamamiento del mundo a ser reconocido, quizás algo que necesita ser contado.

Decir que Miro, se fue y volvió es una suerte de pregunta sobre el paisaje es poco ¿será acaso que todo en nuestra mirada no es otra cosa que paisaje? Esta serie de obras de Cecilia Avendaño, Antonia Cruz, Margarita Dittborn, Catalina González y Camila Pino Gay, interactúan desde la perspectiva de intentar devolver al espectador aunque sea un poco la potencia de su mirada, su capacidad de generar una propia narrativa frente a un paisaje en continua construcción. Ya que la serie de montajes no intentan en si dar un significado o referir a un lugar en particular sino que dejan al espectador en una proximidad casi fantasmática, son un abandono a la idea misma de “lugar”. Al enfrentarnos a estas fotografías la mirada inicial se ve sobrepasada, evoca otros mundos, pierde los referentes, el camino seguro como Hansel y Gretel buscando en la oscuridad del bosque las migajas de pan que ellos mismos dejaron caer para poder volver a casa. ¿Acaso nosotros también cuando miramos repetimos continuamente ese mismo gesto de búsqueda?. Hay algo perturbador en ese tipo de contemplación, algo que siempre deja un rastro, un signo de pregunta. Imágenes provenientes de fotografías familiares, del facebook, ovnis, dulces con forma humana, bolsas de basura, la espalda de un espectador  que en si ya es parte del paisaje este es el sentido del montaje, mantener viva la tensión de un viaje o de una perdida que no tiene otro objetivo más que los contrastes natos entre mirada y sentido.. No se trata entonces de distraer con la disposición de las imágenes sino de poner la propia mirada en juego y apostar las formas del mundo sobre sus diversas apariciones y combinaciones. 

Paule Thevenin  recuerda un ramo de flores que Artaud le regalo después de volver de su estadía en el hospital. Artaud había dispuesto en el ramo diferentes tipos de flores (rosas, claveles, dalias, margaritas y hojas de helecho) según Thevenin nunca había recibido un ramo tan extraño  y que al mismo tiempo planteara tantas preguntas y dijera tantas cosas; cada flor representaba una conciencia, un mundo propio. 

Miró, se fue y volvió nos plantea tantas preguntas como ese ramo.